De Chiang Mai, en Tailandia, llegamos sin escalas a Hanoi, Vietnam. El ying y el yang hecho ciudad: por un lado, budismo, naturaleza y tranquilidad; por el otro, un mar de vida que no se detiene, ruido y movimiento en cada esquina.
El cambio fue abrupto. Desde el aeropuerto se sintió la adrenalina: el aire parecía vibrar y se sentía que el tiempo corría más rápido.
Las motos rugían como un río metálico, y copaban las calles. Eran las dueñas del movimiento. Los vendedores gritaban sobre el bullicio, y banderas rojas con la estrella amarilla ondeaban en cada poste, cada ventana, cada rincón. En medio de ese caos, la ciudad respiraba, como un ser vivo que no deja de moverse. Un ser vivo que te avasalla, dándote una cachetada de realidad. Diciendo “Así vivimos por este lado del mundo, Welcome to Vietnam”

Los puestos callejeros desplegaban colores y aromas: Desde frutas desconocidas, comidas llamativas en el fuego hasta carne cruda en la vereda. La gente caminaba con pasos rápidos, manos ocupadas, miradas fijas. Todo a la vez. Aturdía y fascinaba. Era imposible mirar a un solo punto, porque siempre había algo inesperado que atraía la atención.
Hanoi no es ordenada. Desde ya que no lo es. No pide permiso, ni te recibe con suavidad. No disfraza su rutina para el turismo. Es un torbellino de vida, y uno se deja arrastrar. Cada bocinazo, cada grito, cada luz, cada sombra, formaba parte de una coreografía caótica que, sin embargo, tenía su ritmo, su música.
Y en medio de la furia, uno descubre la belleza: la persistencia, la energía, la fuerza de un pueblo revolucionario que convierte lo cotidiano en un espectáculo de vida. Hanoi aturde, sí. Muchísimo. Pero también cautiva.

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