Me había anotado en un free tour para conocer la historia de La Boca. Llegué en el 152, apurada, buscando al guía entre la gente. Pero nunca apareció… Revisé el celular y me encontré con la notificación: Tour cancelado. Podría haber pegado la vuelta, pero la curiosidad pudo más. Caminé por mi cuenta, con la cámara lista y los ojos abiertos, como cuando viajo lejos, aunque esta vez era visitante de mi propia ciudad.
El primer impacto fue Caminito: colores, música, turistas, conventillos, camisetas de Boca por todos lados. Bailes, estatuas vivientes, humo de choripán y aromas de parrilla que se mezclaban con la historia pintada en cada pared.
Pero lo más interesante no estaba solo en la postal. Cada rincón tenía su propia historia, su propia emoción, y mi cámara trataba de captarla, aunque sabía que mucho se quedaría solo en mi memoria.


Seguí caminando hacia la ribera, y ahí el cambio es abrupto. El paisaje sigue siendo hermoso, pero el aire se modifica. El Puente Avellaneda apareció, imponente y un poco intimidante, con sus escaleras mecánicas que suben a la pasarela y la sensación, al caminar, de que se venía abajo por el movimiento de la autopista.
Desde allí, se ve la otra orilla: Isla Maciel, el río, su olor, la vida que late al margen de los turistas y las postales. La gente cruza también en bote: en su mayoría madres con niños, que parecen moverse con una rapidez y un instinto que impacta al observador. En segundos, pasás de la explosión de color de Caminito a la realidad de quienes viven aquí. De repente te sentís intruso, incluso avergonzado y temeroso de sacar la cámara, porque no es una atracción, es la vida transcurriendo. Pero eso es lo que más me gusta de conocer lugares, no tanto los spots masivos, sino lo que pasa alrededor. Así que me animé, y continué con cámara en mano.
Ese cambio es casi físico: emociones y paisajes que chocan, y uno no sabe bien cómo procesarlo. La Bombonera, con su emoción de estadio y pasión, se siente cercana; al otro lado, el río parece un obstáculo que hay que atravesar para sobrevivir en el barrio.



Entre arte y vida cotidiana
Más allá del puente y el río, los murales, las fotos antiguas y las estatuas vivientes siguen contando la historia del barrio. Pero ahora, después de cruzar la ribera mental y física, uno entiende la dimensión de La Boca: no es solo un espacio turístico, sino un lugar donde la vida sucede de manera intensa, mezclando pasión, trabajo, juego y supervivencia. Admiré la inmensidad desde el puente, y volví sobre mis pasos.

Viajar sin irse lejos
Mientras volvía, pensé en lo fácil que es dar por sentados los lugares que tenemos cerca. Muchas veces creemos que para “viajar” hay que subirse a un avión, cuando basta con cambiar la mirada y caminar.
Ese día comenzó con un tour cancelado, pero terminó siendo un recorrido propio, lleno de contrastes: del color y la fiesta al río y la realidad, del turista al vecino del barrio. Y entendí que no hace falta irse lejos para viajar: a veces alcanza con mirar distinto lo que tenemos cerca.


Consejos prácticos para visitar La Boca
- 🚍 Cómo llegar: Colectivos 152, 29 y 64.
- ⏰ Mejor horario: mañana o mediodía.
- ⚠️ Seguridad: Como en todo circuito turístico, hay que tener cuidado con las pertenencias y con las zonas en donde moverse. Si podes andá acompañado.
- 🍴 Qué probar: choripán callejero o alguna parrilla local.
- 🎨 Imprescindible: Museo Quinquela Martín para conocer otra cara de La Boca.
- 🌉 Para ver contraste: caminar hasta el Puente Avellaneda y mirar Isla Maciel desde la pasarela
La Boca es un barrio de contrastes: color y realidad, fiesta y supervivencia, pasión y rutina. Vale la pena perderse en él con ojos de viajero, incluso si vivís en Buenos Aires. Porque viajar no siempre significa ir lejos: a veces basta con cruzar un puente, mirar un río y sentir cómo cambia todo a tu alrededor.
¿Vos ya visitaste La Boca? ¿Miraste alguna vez sus colores y su río con ojos de viajero?

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